Sometimiento de los incas y fundación de ciudades
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En el valle de Piura, por los primeros días de octubre de 1532 se detuvo el ejército piza- rrista para realizar los últimos ajustes en su composición y medios de defensa: estaba integrado por 62 jinetes y 106 peones, que eran los destinados a intervenir en los célebres episodios que determinan la sujeción del imperio incaico. La marcha empezó con un recorrido a lo largo de la costa, atravesando pueblos como Tambo Grande, Chuluca- nas, Serrán, Motupe, Jayanca y Cinto. Una vez más, se encargó a Hernando de Soto la misión de explorar los territorios adyacentes, donde este capitán verificó los estragos ocasionados por la guerra entre los bandos aborígenes y, luego, retornó ante su jefe acompañado de un embajador de Atahualpa, quien traía como obsequio unas fortalecidas de piedra y ciertos patos desollados; su mensaje, presumiblemente; era que los foráneos tenían la muerte segura… No obstante ello, Pizarro ordenó que siguiera el avance por los arenales costeños hasta que el 6 de noviembre se determinó escalar desde Saña hacia la cordillera andina.
Había conocimiento de que el inca, rodeado de un numeroso conjunto de soldados, estaba a la sazón reposando en Cajamarca. A este lugar se encaminaron los valientes españoles, enfrentando al frío temple de las montañas andinas. Tras una semana de caminata, aparecieron ante sus ojos los edificios de piedra de Caja- marca, ciudad que encontraron deshabitada. No muy lejos de ésta descubrieron el campamento incaico, y de inmediato se despachó una comitiva encabezada por Soto y Hernando Pizarro, quienes portaban la consigna de invitar al soberano autóctono para entrevistarse con el caudillo de la hueste. Fue entonces que ellos pudieron admirar la rigidez y compostura de su ilustre interlocutor, el cual no dejó sorprenderse —o fingió no estar sorprendido— por la fisonomía, trajes y otros elementos peculiares de los extranjeros.
Quedó acordado que Atahualpa se presentaría en la plaza de Cajamarca el día siguiente, 16 de noviembre de 1532 (un sábado, para más señas). Cargado sobre los hombros de sus vasallos en una litera de oro, el monarca llegó ahí pasado el mediodía y sostuvo en seguida un diálogo — mediante el intérprete Felipi- llo— con el dominico fray Vicente de Valverde, quien debía cumplir con la formalidad de exponerle el requerimiento. Tal como sabemos, este texto intentaba persuadir a los nativos para que se sometieran pacíficamente a la obediencia de la corona, por cuanto el vicario de Cristo había donado las tierras americanas al rey de Castilla. Pero el gobernante vernáculo no comprendió, desde luego, el mensaje que procuraba trasmitirle el fraile y, más aun, arrojó al suelo un libro sagrado que puso en sus manos Valverde.
Lo que sucedió a continuación es un hecho tan famoso como incapaz de explicarse con certeza. Los encabalgados ibéricos, que habían permanecido escondidos en los alrededores de la plaza, salieron impetuosamente de sus guaridas, lanzándose sobre los miles de súbditos atahualpistas que llenaban el recinto, mientras que la artillería dirigida por Pedro de Candia hacía tronar sus cañones. Aturdidos, anonadados, faltos de recursos defensivos, los aborígenes retrocedieron con la intención de escapar fuera de la plaza, y en su desesperación varios millares de ellos terminaron muertos por asfixia o aplastamiento. En otro lugar del escenario, el inca era sacado de su opulenta litera y conducido como prisionero ante la presencia de Pizarro.