
El sometimiento del Inca Atahualpa
POLITICSRuth Bader Ginsburg optimistic ‘over the long haul’ for US Quis autem vel eum iure reprehenderit qui in ea voluptate velit esse quam nihil molestiae consequatur, vel illum qui.
La prisión de Atahualpa recluido desde aquella fecha en el Amaru Huasi o «casa de la serpiente», significaba para el estado incaico la incapacidad de movimiento de su dignatario supremo y, consecuentemente, dejaba en relativa libertad a muchos grupos étnicos que habían sometido por fuerza el linaje imperial quechua. Mas el príncipe regnícola, que era un hombre de despejada inteligencia, comenzó a urdir la trama que debería permitirle recobrar su soberanía. Sabiendo de la codicia de los peninsulares por los metales preciosos, ofreció al gobernador de Nueva Castilla llenar un cuarto de oro y dos de plata, a cambio de que fuera eximido del cautiverio. La propuesta fue aceptada por el militar extremeño, y entonces se remitieron dos expediciones a sendos focos de peregrinación religiosa, con el fin de apurar la recaudación del tesoro: así, Hernando Pizarro, partió con un grupo de jinetes al santuario costeño de Pachacámac, en tanto que otros soldados se dirigieron a recoger las piezas metálicas guardadas en el Cusco.
A todo esto, hay que indicar que aún se hallaba latente la guerra civil entre las facciones incaicas. Huáscar, mantenido en reclusión por los partidarios atahualpistas, perdió la vida al ser victimado y arrojado al río Andamarca, en virtud de una orden dictada por su oponente. Y es que el inca, pese a encontrarse cautivo en Cajamarca, todavía gozaba de extraordinario prestigio y conservaba sus facultades de mando sobre los vasallos nativos. Además, las condiciones de su carcelería eran relativamente confortables, pues le dejaban amplio margen de contacto con españoles e indios; una carta del licenciado Gaspar de Espinosa escrita por este tiempo revela lo siguiente: «la persona del cacique es la más entendida e de más capacidad que se a visto, e muy amigo de saber e entender nuestras cosas; es tanta, que xuega al ajedrez harto bien … » (Porras Barrene- chea, 1959: 66).
Al cabo de pocas semanas venció el plazo que el recluso había señalado para llenar dos cuartos del «rescate» con oro y plata, sin que hubiera logrado —al parecer— el cumplimiento de su oferta. El 10 de mayo de 1533, Pizarro y los principales dirigentes de la expedición dictaminaron la necesidad de emprender inmediatamente la fusión de metales preciosos, pues convenía apartar la cuota del botín perteneciente a la corona y remitida a la metrópoli, con el objeto de exhibir los frutos de la empresa conquistadora ante el soberano. Al hacerse la distribución del tesoro, el capitán general recibió 57.220 pesos de oro y 2.350 marcos de plata, cada jinete obtuvo en promedio 8.880 pesos y 326 marcos, cada peón 4.440 pesos y 180marcos; el quinto real montó nada menos que 100.000 pesos y marcos. El único de los 168 sujetos participantes de la captura del inca que no tuvo recompensa pecuniaria fue el dominico Valverde, puesto que sus votos de pobreza se lo impedían. ¡Qué suculenta presa consiguieron los soldados pizarristas!
La suerte que debía correr la vida de Atahualpa fue materia de serias discusiones entre los españoles. Después de la toma de Cajamarca, habían llegado a esta ciudad los oficiales de la real hacienda y unos doscientos hombres bajo el mando de Almagro; ellos maliciaban que si el príncipe permanecía vivo, se mantendría en los sucesivos repartos de botines el privilegio de antigüedad ganado por los compañeros de Pizarro, y debido a esto reclamaban su ejecución. Ya que había faltado a la promesa de brindar un determinado caudal de metales preciosos y puesto que era culpable de numerosos delitos y, además, conservaba la jefatura de unas tropas enemigas —argüían los opositores a la supervivencia del inca—, era forzoso liquidar su existencia, con miras a perpetuar el dominio adquirido por Castilla sobre este territorio.
Ciertas noticias en torno a la proximidad de guerreros atahualpistas generaron finalmente la realización de un sumario proceso, en que el desdichado monarca fue acusado de rebelde, traidor, homicida, adúltero, hereje… (su comportamiento, pues, no correspondía a las normas aprobadas en la sociedad europea). En dicho juicio sirvió de intérprete el joven Felipillo, un ladino indio tallán, a quien le tocó expresar en quechua la sentencia determinando que Atahualpa había de morir en la hoguera, por tratarse de un infiel a Dios. Sacado para la ejecución de tal condena a la plaza de Cajamarca, el 26 de julio de 1533, el inca optó por recibir en último momento el bautizo, lo cual dio lugar a que su pena de muerte en la hoguera fuera cambiada por la del garrote, según tocaba a los cristianos delincuentes (Lohmann Villena, 1983). De esta suerte expiró el último gobernante del Tahuantinsuyo, siendo su cadáver enterrado en la primitiva iglesia que erigieron los ibéricos en aquella ciudad.
El siguiente objetivo de los colonizadores fue apoderarse del Cusco, el «ombligo del mundo» o capital de los incas, cuya toma afirmaría la dominación de este imperio. Al salir de Cajamarca formaban parte del séquito pizarrista el general Calcuchímac, importante militar del ejército quiteño, y un hijo de Huayna Cápac, el príncipe Túpac Hualpa, a quien se proclamó como nuevo soberano incaico. La hueste tomó el camino longitudinal de los Andes, que le permitió visitar Huamachuco, atravesar el Callejón de Huaylas, bordear el lago Junín y contemplar, en octubre de 1533 el fértil valle del Mantaro, cuya verde floresta causó admiración; los huancas, moradores de esta zona, se plegaron de inmediato a la causa de Pizarro, puesto que veían en la gente extranjera un medio propicio para liberarse del sojuzga- miento de los quechuas. Al llegar a Jauja, se difundió la alarma de que un nutrido contingente de soldados atahualpistas estaba en las inmediaciones, amenazando detener la marcha hacia el sur.
En Huaripampa tuvo lugar una batalla con esos viejos partidarios del inca ejecutado, donde Almagro, Soto, Juan Pizarro y otros jinetes consiguieron desbaratar la hostilidad de los aborígenes. Durante la permanencia del ejército en Jauja ocurrió la muerte del joven Túpac Hualpa, causada por envenenamiento, y no resultó difícil sospechar que el promotor de su desaparición había sido Calcuchímac. Pero como no existían pruebas suficientes de ello, se resolvió soltar al jefe quiteño las cadenas que lo mantenían atado, con el propósito de que saliera a gestionar una rendición de los belicosos compañeros de su bando.
Captando la importancia económica y geopolítica que tenía la comarca jaujina, Pizarro decidió instalar aquí una población cristiana: en efecto, dejó asentada una plaza militar con cabildo y ochenta vecinos, bajo la responsabilidad de Alonso Riquelme como teniente de gobernador. Estos habitantes fundacionales de Jauja española confiaban en utilizar, por cierto, la valiosa colaboración de los aliados huancas. Arreglados los elementos necesarios, la tropa prosiguió su ruta por Huancayo, la cuesta de Parcos y el pueblo de Vilcas. Importa anotar que el jefe de la vanguardia, Hernando de Soto, tuvo en Vilcaconga (8 de noviembre de 1533) un desafortunado encuentro con los guerreros atahualpistas, en el cual cayeron cinco de sus subordinados, y al comprobarse que el taimado Calcuchímac había sido el instigador de toda la mencionada serie de refriegas, se procedió a liquidarlo, echándolo en Jaquijahuana a la hoguera.
Hallándose el campamento levantado en la pampa de Jaquijahuana, virtualmente a las puertas de la capital incaica, se presentó otro hijo de Huayna Cápac, llamado Manco Inca; éste ofrecía su ayuda militar para expulsar del Cusco a los soldados norteños comandados por Quisquís y a las demás fuerzas que ocupaban dicha ciudad.
Pizarro aceptó de buena gana su cooperación y dispuso las medidas necesarias para enfrentar la resistencia de esos oponentes. Mas luego de una violenta arremetida de la caballería española y tras la deserción de soldados chachapoyas y cañaris, los batallones oriundos de Quito prefirieron abandonar sus puestos en la oscuridad de la noche. De esta suerte el viernes 14 de noviembre de 1533, bajando por el cerro de Carmenca, Francisco Pizarro pudo hacer una victoriosa y pacífica entrada a la ciudad imperial, escoltado por sus subalternos e indios auxiliares.
Aunque la urbe estaba casi deshabitada, pues no había más que unos cuantos sacerdotes y viejos orejones de los linajes incaicos, quedaban en pie los impresionantes edificios de piedra, muchos de ellos repletos de objetos metálicos y piedras preciosas, que tanta atracción ejercían en la mente de los soldados quinientistas. En la distribución de lugares de residencia, el gobernador de Nueva Castilla tomó para sí el palacio de Casana, que había pertenecido otrora a Huayna Cápac; Almagro se adueñó de una mansión vecina, ubicada frente a la plaza mayor; Gonzalo Pizarro escogió como vivienda el palacete de Cora-Co- ra. Y los conquistadores de rango inferior se dedicaron a saquear los edificios públicos, recogiendo joyas y objetos diversos que estaban en los depósitos destinados a albergar los productos más finos del imperio, sin retraerse de penetrar en el Cori- cancha o templo del Sol, ni en la casa de las vírgenes escogidas…