El imperio incaico a la muerte de Huayna Cápac
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El imperio constituido por los incas, linaje guerrero y sacerdotal originario del Cusco, alcanzó su máxima expansión durante el reinado de Huayna Cápac. Refiere la versión tradicional, extraída de las crónicas, que el Tahuantinsuyo («reunión de las cuatro partes del mundo») llegó por el norte hasta el río Ancasmayo, en las cercanías del nudo de Pasto, y que por el sur se extendió hasta el río Maulé y el Tucumán. Tras sojuzgar a los pueblos establecidos en la costa, los incas pudieron ejercer pleno dominio en las aguas del Pacífico, pero en cambio no lograron reducir a las comunidades selváticas asentadas en la Amazonia. Un problema que ha sido objeto de grandes controversias es la magnitud demográfica que poseía el territorio incaico a la llegada de los conquistadores españoles; quien ha realizado las más serias investigaciones sobre este tema es Noble David Cook(1977), el cual estima que la población del Tahuantinsuyo alrededor de 1530 era de unos seis millones de habitantes.
Debido a la falta de testimonios escritos de la época prehispá- nica, por el carácter ágrafo de los moradores autóctonos, son verdaderamente inciertos los orígenes de la expansión incaica. Las leyendas corrientes sobre el surgimiento de la estirpe imperial mencionan a la isla de Titicaca, las cuevas de Tamputoco y el cerro de Huanacau- ri como hitos importantes de su recorrido original, aunque todas las versiones coinciden en señalar al Cusco u «ombligo del mundo» como la sede matriz del imperio. Fue el inca Pachacútec quien, al derrotar a los chancas de Andahuaylas, comenzó la extensión de su poderío político más allá de la comarca cusqueña. En un lapso que parece no mayor de cien años se desarrolló la magna acción conquistadora de los incas, llevada a cabo por Pachacútec y sus sucesores Túpac Yupanqui y Huayna Cápac, quienes supieron combinar la fortaleza de sus efectivos militares con una gran destreza negociadora en el trato con los pueblos circunvecinos.
Las tropas que participaban en las campañas bélicas de los quechuas eran generalmente dirigidas por miembros del propio linaje incaico. La mayoría de soldados eran reclutados en las provincias sujetas al dominio de aquellos, constituyendo su fuerza de combate un género de tributación. Esto traía como consecuencia una falta de disciplina al momento de guerrear, por lo que existe la impresión de que los invasores cusqueños lograban vencer por el mayor número de sus efectivos, antes que por un control adecuado de sus oficiales. A dicho factor se sumaban, por cierto, las ventajas que solían ofrecer los emisarios diplomáticos enviados a tratar con los nuevos súbditos.
En cuanto a la política colonizadora del Tahuantinsuyo, apreciamos claramente —por los rezagos subsistentes bajo la dominación española— que lo usual era mantener a los curacas aborígenes en sus puestos de gobierno. Considerando la enorme importancia que tenía el aspecto religioso, uno de los medios de sometimiento más efectivos consistía en llevar las huacas o ídolos de las etnias vencidas, junto con algunos ministros de su culto, a la capital del imperio: de este modo se les inculcaba la idea de que el Cusco significaba el nuevo eje de su existencia. Simultáneamente, se introducía a tales vasallos en el culto a Viracocha, el Sol, lllapa y otras divinidades incaicas. Además, era obligatorio el aprendizaje del idioma quechua y el uso de la vestimenta característica de los dominadores, no obstante lo cual se les permitía conservar los gorros o turbantes vernáculos como símbolo de distinción étnica.Los emperadores residentes en el Cusco trataban de legitimar su autoridad presentándose como descendientes o representantes del dios Sol, figura religiosa que dejó en un segundo plano a Viracocha —la divinidad creadora del mundo andino— después de la triunfal acción de Pachacútec; por ese motivo, el inca era reverenciado como una personalidad arquetípica, virtualmente sobrenatural. Con arreglo a dicha concepción, el soberano quechua asumía teóricamente el rol de bienhechor de todos los hombres, lo que lo obligaba a cuidar de sus vasallos en cualquier ocasión de peligro o desastre, así como a mantenerlos satisfechos y plácidos. Para realizar tales propósitos, los monarcas se valían de una nutrida burocracia, cuya estructura fue ampliándose conforme se dilataban las fronteras del Tahuantinsuyo
La administración de ese vasto territorio se ejercía mediante el concurso de dos niveles de funcionarios. En primer lugar estaba la aristocracia de los orejones, formada por miembros de las panacas (linajes) de los incas antiguos y por algunos sujetos elevados a esa dignidad en virtud de su talento para la labor gubernativa; tanto unos como otros tenían el derecho de legar su posición privilegiada a sus descendientes. Los orejones desempeñaban cargos eminentes en la organización del Cusco, dirigían expediciones militares de conquista y sojuzgación, efectuaban visitas para controlar el gobierno de los curacas, etc. El segundo nivel burocrático correspondía a los jefes de las comunidades étnicas, quienes mantuvieron su preeminencia bajo el requisito de observar las normas dictadas por el inca y ofrecer el aporte tributario de sus súbditos, cada vez que les fuera solicitado. Si bien no hay manera de determinar con certeza la efectividad de la medida, es sabido que los incas trataron de establecer un régimen decimal de gobierno y fiscalidad, distinguiendo entre curacas responsables de 10.000, 5.000, 1.000, 500 ó 100 tributarios.
¿De qué se componía la tributación aludida? Básicamente consistía en la prestación de mano de obra de los varones hábiles para trabajar, la misma que los administradores incaicos utilizaban de acuerdo con sus necesidades. Esa fuerza laboral se destinaba a formar el ejército, a accionar el sistema de correos (chasquis), a explotar las minas, a construir puentes, caminos y otros edificios públicos, a brindar servicio personal a la nobleza; también solía emplearse a los tributarios en el cultivo agrícola y en el pastoreo de ganados, actividades que beneficiaban tanto al estado como al grupo sacerdotal.
Señalan las fuentes antiguas que permanecían exceptuados de esas tareas comunales los yanaconas —servidores de los principales burócratas— junto con los oficiales especializados en el manejo de quipus, en la metalurgia o en alguna rama artesanal. La aportación de mano de obra se regía por un sistema rotativo entre los pobladores, que era la mita, práctica que fue recogida más tarde por los gobernantes coloniales.
La actividad productiva más importante en el incario era la agricultura. Se distinguían esencialmente dos sistemas de cultivo: el de las frías punas, donde predominaba la papa (al lado de otros tubérculos), y el de los valles templados de la sierra, donde se plantaba maíz, zapallo, rocoto, etc. De manera complementaria, integraban su dieta los productos cosechados en valles bajos y cálidos del litoral y en las yungas de la vertiente oriental de los Andes, tales como algodón, coca, ají, calabazas y diversas frutas. Todo lo relacionado con el medio agrícola, incluyendo la preparación del suelo y obras de regadío, era objeto de intensa atención ritual; así, el calendario se hallaba marcado por las distintas etapas del trabajo agrario. Por lo que respecta a la tenencia de tierras, cabe distinguir como dueños de parcelas a los indios de las comunidades, los curacas, el estado, el aparato del culto solar, los linajes incaicos, los mitimaes o colonos designados por la administración estatal y algunos individuos premiados por sus servicios especiales.
Una clasificación semejante a esa es válida para explicar también la posesión de rebaños de camélidos, los cuales abundaban particularmente en la meseta del Collao. Las llamas constituían un elemento muy importante en la vida económica del Tahuantinsuyo, pues su lana servía para fabricar ropa, su piel para hacer calzado, su carne para la alimentación y su fuerza corporal permitía utilizarlas en el transporte de carga, aparte de lo cual eran sacrificadas con gran respeto en las ceremonias religiosas. La lana de dichos animales, convertida en tejido, significaba un artículo de notable prestigio, que los soberanos cusqueños acostumbraban distribuir a modo de gratificación entre sus vasallos leales. La manufactura textil (que empleaba sobre todo algodón y lana) producía dos clases de vestidos: la tosca ahuasca y el fino cumbi, cuyo uso dependía de la condición social de los individuos.
Adicionalmente, cabe mencionar otras actividades económicas de los habitantes precolombinos. La pesca estaba difundida en muchas etnias costeñas, que aplicaban sus embarcaciones no sólo a la caza de animales marinos, sino también al intercambio de productos diversos con comunidades asentadas a lo largo del litoral. Aunque no en la dimensión que adquirió tras la ocupación española, también estaba desarrollada la explotación minera, pues se aprovechaban yacimientos de oro, plata, cobre y otros metales, que se destinaban a elaborar objetos para las capas nobles. Los cerros ricos en minerales eran venerados como lugares sacros (Murra, 1978).
Fundamental importancia tenían en aquella época los depósitos, sitios destinados a almacenar los bienes obtenidos en cualquiera de los ramos productivos que se han señalado. Tales establecimientos servían a varios propósitos: guardar subsistencias para el consumo de la burocracia cortesana y del estamento sacerdotal; acumular provisiones a ser utilizadas en caso de guerra; reunir productos que pudieran distribuirse con el objeto de «beneficiar» (recompensar) a los pueblos sojuzgados. Un tipo particular de depósito eran los tambos, especie de posadas ubicadas en los caminos a fin de que los viajeros pudieran allí descansar y alimentarse. Dicho sistema de comunicación y abastecimiento suponía la existencia de una apropiada red de caminos, que facilitase la conexión del Cusco con los pueblos serranos y costeños, y no hay que perder de vista que las rutas camineras —al lado de los andenes y canales de irrigación— son estimados como los mayores logros tecnológicos de la civilización incaica.
Las ciudades se levantaban generalmente en sitios rocosos, con el propósito de no ocupar tierras de sembradura, y poseían un cercano lugar de refugio, que era la pucara. No hubo tendencia a levantar centros poblados muy grandes. En tales núcleos se desarrollaba la vida de las comunidades o ayllus, que representaban la unidad demográfica y política básica del imperio incaico; eran grupos de familias unidas por lazos endogá- micos, con primacía de la descendencia patrilineal, que remontaban sus orígenes a ancestros míticos que podían ser humanos, animales u objetos de la naturaleza, que merecían adoración. El ayllu contaba con parcelas alrededor del pueblo, donde todos los habitantes podían cultivar los bienes necesarios para su manutención.
Dentro de esas agrupaciones sociales los conocimientos — leyendas sobre sus antepasados, técnicas de quehaceres especiales, recomendaciones en tomo a la vida familiar— se trasmitían oralmente, bajo la conducción de ciertos guardianes de la memoria colectiva. Una educación de tipo formal sólo estaba reservada a los hijos de la nobleza, que marchaban al Cusco para instruirse con los amautas en historia, lengua, religión y correspondía asimismo a las aellas o vírgenes escogidas (que sí podían ser plebeyas), las cuales eran llevadas a conventos donde aprendían a hilar, tejer, cocinar y preparar chicha, entre otras habilidades. Conforme es sabido, los quipus eran los instrumentos usados de preferencia para registrar datos importantes: en los nudos de sus cuerdas multicolores se anotaba el número de objetos guardados en los depósitos, los personajes de la genealogía, los hechos de los poemas narrativos y un sinfín de otras noticias. Eran objetos manejados por unos oficiales entrenados desde su juventud en la conservación de tales datos.