La Fundacion de la ciudad de Cusco

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La ceremonia fundacio­nal de la ciudad del Cusco, se­gún usanza castellana, se llevó a cabo el 23 de marzo de 1534. En este acto Pizarro, rodeado por ochenta de sus soldados, procla­mó a la ciudad como «cabecera de toda la tierra y señora de la gente que en ella abita» y le se­ñaló sus primeros términos juris­diccionales (Busto Duthurburu, 1978 c: 136); después fue consti­tuido el cabildo, que tuvo como alcaldes primigenios a Beltrán de Castro y Pedro de Candia. No fue posible que los líderes de la empresa colonizadora se queda­ran a morar tranquilamente en esta sede, pues por el mismo tiempo llegaron noticias acerca de la peligrosa expedición del gobernador de Guatemala, ade­lantado Pedro de Alvarado, quien se aproximaba al Perú con la intención de tomar para sí al­guna parte de este rico país.

Mientras Almagro viaja­ba presurosamente a la costa con el fin de detener al goberna­dor intruso, el caudillo de la hueste se puso en marcha hacia el valle del Mantara, donde ha­bía permanecido la guarnición comandada por el tesorero Ri- quelme. Conforme lo precisan documentos antiguos, 53 espa­ñoles fueron los primeros veci­nos de Jauja, ciudad que se fun­dó oficialmente el 25 de abril de 1534. Luego empezaron a levan­tarse nuevos edificios en la po­blación ideada como la capital de Nueva Castilla, gracias a la mano de obra suministrada por los caciques huancas. El hecho de ser creada como urbe capita­lina y la abundancia de metales preciosos que dio fama al terri­torio recién conquistado, son los motivos que originaron la distin­guida frase que habla de Jauja como sinónimo de opulencia o lugar paradisíaco.

Sin embargo, no tarda­ron en evidenciarse una serie de factores negativos respecto de la vida en esa región serrana. Se comprobó que los caballos, cer­dos y aves de corral tenían difi­cultades para multiplicarse; los indios del litoral que venían a ofrecer su tributo enfermaban o morían debido a la alteración del clima; era un sitio mal comu­nicado con el extranjero, por ha­llarse lejos del mar y rodeado de montañas nevadas; la colabora­ción de los indios lugareños, por añadidura, no era razón de peso suficiente para mantener allí el núcleo administrativo de la colo­nia. Por todo ello, mediante una democrática consulta entre los vecinos, se resolvió mudar la po­blación a la costa, cerca de un puerto y en un valle fructífero. Luego se enviaron diversos su­jetos con la misión de examinar el terreno que sería más a pro­pósito para establecer la nueva capital.

 

Antes de relatar las bús­quedas que precedieron a la fundación de la Ciudad de los Reyes, conviene indicar el desti­no que corrió la expedición del ambicioso Pedro de Alvarado. Desembarcó con sus hombres a las orillas de Portoviejo y se in­ternó en la serranía quiteña, mas pronto se dio con la ingrata sorpresa de que Almagro lo es­peraba ya en las inmediaciones, secundado por el capitán Benal- cázar y un nutrido ejército peru­lero. Hubo entonces negociacio­nes entre ambos jefes, las cuales condujeron a un acuerdo suscri­to en Riobamba (agosto de 1534), por el que el caudillo Manchego se comprometía a desembolsar 100.000 pesos por la renuncia de Alvarado a sus de­rechos de conquista en el mar del sur y por la adquisición de sus buques, armas y caballos, neutralizando de esta manera las beligerantes aspiraciones del adelantado. Después de ello am­bos personajes hicieron juntos un extenso recorrido costeño, llegando hasta el santuario de Pachacámac; aquí fueron recibi­dos, el primer día del año 1535, por el gobernador de Nueva Castilla, quien hizo efectivo el pago que se había concertado meses atrás para impedir una guerra entre conquistadores españoles.

En cuanto a prolegóme­nos del establecimiento de una nueva capital, debe señalarse el proyecto de asentarla en el lu­gar de Sangallán, vecino al puer­to de Pisco, cuyas bondades fue­ron elogiadas por Nicolás de Ri­bera el Viejo; sin embargo, Piza­rro opinaba que sería mejor ins­talar la nueva población en un punto ubicado algo más al nor­te. Después de finiquitar la cues­tión de Alvarado, eligió una comisión de tres jinetes (Ruy Díaz, Juan Tello y Alonso Martín de Don Benito) para que recorrie­sen la costa central en busca del emplazamiento apropiado. Los jinetes quedaron muy bien im­presionados del valle de Lima, surcado por el Rímac o «río ha­blador» y sujeto políticamente al curaca ‘Tauliciusco1, notaron que era un sitio de óptimo clima —al menos en ese veraniego mes de enero—, de abundantes tierras de sembrío, de buena agua y leña, situado a dos le­guas de una bahía favorable al acoderamiento de barcos. Sea porque los tres comisionados partieron en la festividad de los Reyes Magos o porque el gober­nador era gran devoto de estos personajes bíblicos, lo cierto es que acordó denominar Ciudad de los Reyes a la que debía eri­girse en el valle, tan bien descri­to por aquellos emisarios.

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