Mito Y Épica Incaicos

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La tradición, la arqueología y los primeros documentos y el propio testimonio etnográfico actual, revelan que el indio peruano, tanto de la costa como de la sierra, y, particularmente, el súbdito de los Incas, tuvo como característica esencial, un instinto tradicional, un sentimiento de adhesión a las formas adquiridas, un horror a la mutación y al cambio, un afán de perennidad y de perpetuación del pasado, que se manifiesta en todos sus actos y costumbres, y que encarna en instituciones y prácticas de carácter recordatorio, que reemplazan, muchas veces, en la función histórica, a los usos gráficos y fonéticos occidentales. Este sentimiento se demuestra particularmente en el culto de la pacarina o lugar de aparición –cerro, peña, lago o manantial– del que se supone ha surgido el antecesor familiar, o en el culto de los muertos o malquis, de la momia tratada como ser viviente y de la huaca o adoratorio familiar. Ningún pueblo como el incaico, salvo acaso los chinos, sintió más hondamente la seducción del pasado y el anhelo de retener el tiempo fugaz. Todos sus ritos y costumbres familiares y estatales, están llenos de este sentido recordatorio y propiciador del pasado. Cada Inca que muere en el Cuzco es embalsamado y conservado en su propio palacio, rodeado de todos los objetos que le pertenecieron, de sus armas y de su vajilla, servido en la muerte por sus mujeres e hijos, los que portan la momia a la gran plaza del Cuzco, en las grandes ceremonias, y conservan la tradición de sus hechos en recitados métricos que se trasmiten a sus descendientes. La panaca, o descendencia de un Inca, equivale a las instituciones nobiliarias europeas, encargadas de mantener la legitimidad de los títulos y la pureza de la sangre. Es una orden de Santiago, con padrones de nudos y el mismo horror a la bastardía o la extrañeza de sangre. El indio de las serranías, según los extirpadores de idolatrías, se resistía a abandonar los lugares abruptos en que vivía, porque ahí estaba su pacarina, y guardaba reverencialmente en su hogar las figurillas de piedra y de bronce que representaban a sus lares. En la costa, nos refiere el Padre las Casas, se realizaban los funerales de los jefes en las plazas públicas y los túmulos eran rodeados por coros de mujeres o endechaderas, que lloraban y cantaban relatando las hazañas y virtudes del muerto. En todos estos actos hay un instinto o apetencia de historia, que cristaliza también en el amor por los mitos, cuentos y leyendas, y más tarde en las formas oficiales de la historia que planifica el estado incaico.
El mito y el cuento popular anteceden, según los sociólogos, a la historia.
El pueblo incaico fue especialmente propenso a contar fábulas y leyendas. Garcilaso recordaba que había oído, en su juventud, «fábulas breves y compendiosas», en las que los indios guardaban leyendas religiosas o hechos famosos de sus reyes y caudillos, las que encerraban generalmente una doctrina moral. El testimonio de Garcilaso y las leyendas recogidas por los cronistas post-toledanos y extirpadores de idolatrías confirman esta vocación narrativa. Los Incas amaron particularmente el arte de contar. Puede hallarse una confirmación del aserto de Garcilaso en el lenguaje incaico, en el que abundan las palabras expresivas de los diversos matices de la función de narrar. Así, revisando el ilustre Vocabulario de González Holguín, hallamos palabras especiales para significar el relato de un simple suceso, el relato de fábulas de pasatiempo (sauca hahua ricuycuna), contar fábulas o vejeces (hahua ricuni), contar cuentos de admiración fabulosos (hahuari cuy simi), referir un ejemplo temeroso (huc manchay runap cascanta hucca ripus caiqui), y por último, un vocablo para expresar el canto o relato de lo que ha pasado y contar ejemplos en alta voz a muchos (huccaripuni). Al contador de fábulas se le llamaba hahuaricuk.
Hay una edad mitopéyica o creadora de mitos en los pueblos, según Max Müller, que algunos identifican con la creación poética, que otros consideran como un período de temporal insania, y a la que otros otorgan valor histórico. Sin incurrir en las afirmaciones extremas del evemerismo, hay que reconocer el valor que los mitos tienen para reconstruir el espíritu de un pueblo primitivo. Aunque se haya dicho que los mitos son la expresión de un pasado que nunca tuvo presente o que son el resultado de confusiones del lenguaje, es fácil descubrir en ellos rastros de la psicología y de la historia del pueblo creador. Es cierto que el mito confunde, en una vaguedad e incoherencia de misterio, el pasado, el presente y el futuro, y que la acción de ellos transcurre principalmente en el tiempo mítico, que es tiempo eterno, mas la prueba de que contienen elementos reales y alusiones a hechos ciertos, está en que los relatos míticos coinciden con otras manifestaciones anímicas desaparecidas del mismo pueblo y son muchas veces confirmadas por la arqueología. En el mito es posible hallar, un orden cronológico de las cosas y de los acontecimientos, para una cosmología y una genealogía de los dioses y de los hombres.

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